¿Puede el psicoanálisis cambiar el pasado?
¿Puede el psicoanálisis modificar el pasado de las personas? Es un planteamiento que se oye a menudo en la consulta. Aquellos que demandan ayuda con frecuencia asocian el sufrimiento con experiencias del pasado y lamentan no poder cambiar su historia, dicen que les gustaría que las experiencias vividas hubieran transcurrido de otra manera: “si no hubiera vivido este trauma…, si me hubieran tratado de otra manera…, ojalá hubiera reaccionado de otro modo.”
Pero, ¿qué es el pasado? ¿Realmente es algo que está allá lejos, detrás del presente, algo inamovible, algo que fue y que ya no se encuentra al alcance de la mano? ¿Un escrito que ya no se puede borrar?
El pasado, en tanto que recuerdo, está hecho de lo que pienso hoy. El recuerdo es algo que fabrico yo con palabras, es algo que narro. También está hecho de olvidos, de palabras ausentes, de agujeros en la cadena de la memoria. Y como cualquier fenómeno humano está tocado por la subjetividad. El recuerdo es esa novela con la que me cuento lo vivido.
Así pues, el pasado está hecho de palabras, unas ausentes y otras presentes. Las palabras nunca van solas. Siempre viajan acompañadas de imágenes y sentimientos, incluso las olvidadas.
Hay quien sufre por no poder olvidar y hay quien se queja de no poder recordar. Pero sobre todo hay desazón cuando no se pueden digerir sucesos traumáticos pretéritos, con frecuencia acaecidos en la infancia. Acompañando a esto, también se suelen comunicar sentimientos de deuda, de culpa, o de insatisfacción, de decisiones juzgadas como erróneas y de los altos precios que toca pagar por el fastidioso pasado.
Hay quien cree que, en un psicoanálisis, se trata de volver al pasado mediante una extraña regresión, y algunas personas llegan a imaginar, que una vez allí, (como si fuera un sitio, un lugar en el espacio), se puede realizar alguna operación medio mágica, de transformación personal, que le permita a uno “superar” el trauma. Como si hubiera que pasar por encima o hacerlo desaparecer, quitárselo uno de encima. En esta actitud no hay ninguna conciencia de responsabilidad sobre lo vivido, ningún tipo de implicación en la naturaleza del trauma. Mal asunto si lo que uno quiere es cambiar algo de su pasado. En estos casos se espera que el psicólogo actúe con su barita mágica extirpando el mal recuerdo, como si fuera un neurocirujano extrayendo del cerebro la piedra de la locura. De esta fantasía participan ciertas corrientes de la actual neurociencia que debilitando conexiones entre diferentes partes del cerebro creen poder producir sujetos más felices, extirparles los recuerdos traumáticos para extirpar el sufrimiento. Una ética muy infantil movida por la búsqueda de placer y la negación del malestar. Muy despistados andan negando al sujeto, negando los avances en el conocimiento del psiquismo, como si, presos de una ambición frankeinsteiniana, tuvieran mucha prisa por ocupar un lugar destacado en la ciencia sin darse cuenta de lo mucho que se alejan del espíritu científico, regresando, ellos sí, al pasado, al espíritu ingenuo medieval, a la época en la que se practicaban lobotomías para curar de la locura a las personas. Como si no se hubiera avanzado nada desde entonces. Como si Freud no hubiera hablado nunca.
El pasado, nuestra historia, ha construido nuestra personalidad, nuestro deseo. Nuestras vidas están llenas de traumas, es algo constitucional. Toda nuestra personalidad, todo nuestro presente y nuestro futuro está tejido con experiencias y todas ellas están ligadas entre sí de modo complejo. Y así de tejidas están también las redes neuronales. Si se cortase un trozo de red, allí donde presuntamente se ubica el mal recuerdo (si esto fuera posible de ubicar), probablemente solo se conseguiría obtener un sujeto con un agujero en su historia que seguramente le iba a causar un trauma mayor que el recuerdo desagradable inicial, el cual, mal que bien, al menos estaba conectado, ligado, a otras asociaciones mentales y por lo tanto era susceptible de ser tratado por la palabra.
Los sujetos que se responsabilizan de su historia se hacen preguntas como: ¿qué pasa conmigo que estoy tan pegado a aquello “pasado”?, ¿por qué lo revivo continuamente en sueños y con tanta sensación de realidad?, ¿por qué repito una y otra vez lo mismo?, ¿por qué no paso página?
A veces se cuestionan si realmente uno quiere abandonar aquello que vivió. Y se contestan que sí y que no. Sí, porque me hace sufrir y no, porque es evidente que algo en mí no quiere, que algo me retiene en el pasado, y, aunque no sea capaz de dar una explicación clara, veo que soy yo quien no quiere salir, que soy yo quien provoca que se reviva una y otra vez, mal que me pese.
Algún tipo de satisfacción inconsciente le aportará a usted eso, le dirá el psicólogo.
¿Es que soy masoquista?, se preguntan algunos.
Lejos de intentar “superar” el pasado, se trata de hablarlo. Si el pasado está hecho de palabra entonces merece un tratamiento que pase por la palabra. Se trata de involucrarse, de responsabilizarse de él. Se trata de tomar conciencia de la verdad acerca de los deseos íntimos. Los deseos infantiles son precisamente los más olvidados por esa memoria pícara, casi siempre movida por intereses inconscientes, eficaces, que bailan al servicio de satisfacciones pulsionales, de goces que terminan por imponer la repetición de una experiencia, a menudo de manera desagradable o disfuncional como pueden ser algunos síntomas. Que los síntomas sirven para seguir gozando de “aquello” es algo que Freud descubrió hace tiempo. Entendemos por goce una experiencia de satisfacción, no necesariamente placentera.
Extraña amnesia, pues, la que recae sobre los primeros cinco años de vida. ¿Por qué siempre es la infancia? se preguntan todos. La infancia, es aquel contexto en el que se estructuró nuestro deseo, aquella manera de instalarse nuestro cuerpo en el reino del lenguaje, en el mundo del Otro, en la civilización. Allí comenzó a conformarse nuestro aparato psíquico, ese con el que nos toca construir nuestra realidad de cada día, el mundo en el que vivimos. Este aparato de percepción es para toda la vida. Es un aparato que percibe, interpreta y toma decisiones. Está habitado por fantasmas. Son inconscientes. Y sin un aparato y su fantasma no hay realidad para un sujeto.
Entonces, no se trata de volver allí, al pasado, puesto que este aparato está aquí, hoy, vigente. Cada vez que hablamos lo hacemos con él. Es un aparato de narrar historias. O él nos narra.
El psicoanalista lo escucha. Es presente.
Esta escucha no es sin consecuencias. Toca. Incide en la palabra, en el aparato psíquico. Aquel que es este.
Hay deseos que no han pasado de largo, que, a pesar de haberlos olvidado, aún se deslizan entre los hablares, aún palpitan latentes en nuestros anhelos de la vida cotidiana adulta, presentes en nuestras demandas a los demás, en nuestros objetivos vitales, en las elecciones que hacemos, en las tomas de decisiones, en la manera que buscamos satisfacciones en la vida, en los modos de gozar, de amar, en los sueños que nos despiertan en medio de la noche, en la construcción de nuestras frases, en los silencios que atraviesan el camino que inventamos al vivir.
Puede ser que el hablante no hubiera sido escuchado nunca antes de verdad, antes de que le escuchara su psicoanalista, y que empiece a darse cuenta de que con sus palabras dice mucho más de lo que pensaba. Puede que cobre conciencia de un decir propio, singular. Un decir que había estado desde siempre ahí, que se formó en el pasado y que está reinando en el presente.
Puede ser que se dé cuenta de que de niño construyó la vida según sus necesidades del momento, que quizás le interesó edificar su historia de una manera determinada. ¿Por qué? Porque quizás le aportaba alguna satisfacción imprescindible. A lo mejor gozó demasiado, o quizás demasiado poco, o quizás fue que no encontró otro modo mejor para complacer sus pulsiones, o no quiso renunciar a algo que le prohibían, o decidió perdonar esto pero no aquello, o no pudo soportar la angustia de haber destruido algo, o pensó que por solo desear algo es como si hubiera ya ocurrido, porque le dijeron que desear eso era malo, porque tuvo miedo al castigo, de que lo dejaran de amar, porque no fue suficiente lo que le dieron, o no se lo dieron de la buena manera, o vivió cosas demasiado pronto y como no estábamos preparados para entender… Y que es esto lo que hizo el trauma, el no estar capacitados, por inmadurez, para entender algo que se ha vivido.
El viaje psicoanalítico, permite trabajar el deseo. Se desenganchan las palabras, las cadenas que nos atan al pasado se rompen, (pero no desaparecen; sin ellas ni existimos, ni somos nada). Se reenganchan a nuevas palabras. Las cadenas están hechas de palabras, son nuestra historia. El pasado se coloca y descoloca, palabras van y vienen. Entre los eslabones se abren agujeros y una nueva palabra se instala, o ninguna. Y al final, ¿qué queda de aquel pasado? Acaso se ha podido trasformar en una nueva narración, en unos recuerdos sentimentalmente distintos.
¿Y qué pasó con aquello de lo que gozaba en sus noches despiertas, aquello que era suyo, muy íntimo, muy suyo, en el fondo aquel del sufrimiento?
Aquello de lo que gozaba no era sino humo de fantasía que retenía con sus síntomas, aferrándose a ellos como el que se despierta en medio de la noche, abrazado a la almohada, a un sueño fugaz que se mueve por el tiempo como una estrella incandescente en la bóveda de la civilización.
¿Pero, realmente desean las personas que les transformen el pasado y perder ciertas cosas? “Bueno, ¡que me quiten lo bailao!”, se suele decir para dar cuenta de que el goce que uno extrae de las experiencias no te lo puede quitar nadie ni nada y que, además, lo que más te importunaría de todo es que te usurparan precisamente ese goce.
O puede que uno se despierte en mitad de la vida con los brazos vacíos y que mire hacia atrás como hacen esos finales de películas en los que todo había sido una pesadilla, cerciorándose de que el sombrío objeto de deseo que lo mantenía preso en el pasado se ha escapado, que la víspera se olvidó de cerrar la puerta de la jaula y que aquel objeto invisible que tanto abrazaba con ahínco se ha largado volando, como un pájaro libre, como si nunca hubiera sido suyo.