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La herencia familiar

Los genes no es todo lo que heredamos de los padres. Ni siquiera es lo más importante. Sobre todo frente a otras herencias cuyo efecto pesa más. Hay muchos tipos de herencia: el patrimonio, los genes, la psíquica. Algunos solo heredan deudas; también está la deuda psíquica, la culpa, de esta no se libra nadie.

Todos estamos muy determinados por nuestra familia. Estamos acostumbrados a observar su influencia a través de la educación, ese modo en el cual nos han educado. Pero también está la manera en que hemos sido amados y la manera en que se gozó de nosotros cuando apenas empezábamos a pronunciar nuestras primeras palabras. La manera en que nuestra madre o nuestro padre se dirigían a nosotros al hablarnos que sin duda era diferente al modo en que lo hacían con nuestros hermanos. Los significantes que nos arrojaron y que pasaban a nombrarnos, a hablar por nosotros, ese modo en que éramos hablados por los demás. ¿Acaso teníamos escapatoria? ¿Acaso podíamos ser otra cosa? Difícilmente.

Los padres suelen ser la primera referencia, los primeros modelos a seguir y con los que identificarse. Lo que somos hoy depende en buena manera de lo que ellos son o han sido, o no han sido, y de la manera como ellos no lo han transmitido. Sus palabras, embadurnadas de miradas, matizan los significados. Miradas que hablan, que obligan, que ruegan, que desean, que piden, miradas de simpatía, de enfado, de aprecio, de envidia. Todos aquellos significados con los que nos miraron nos acompañan siempre. Miradas con las que nos miramos, con las que nos labramos una identidad para toda la vida. Palabras con las que nos autodefinimos.

Hay una fuerte carga hereditaria que se transmite por las palabras, los dichos, también por los silencios, las actitudes, las manías y preferencias, los miedos, las opiniones, los tópicos y los prejuicios, los valores morales, las infracciones, las contradicciones, el sentir amoroso, el sentido del humor, el sentido común.

A menudo se culpa a los padres de lo que se es, de lo que no gusta de uno mismo. “Si me hubieran educado de otra manera”, “si mi madre me hubiera prestado otro tipo de atención”, “si mi padre no me hubiera exigido esto o aquello”, “si hubiera sido yo el favorito yo sería de otra manera”, etc. Pero nuestros padres han tenido también padres que a su vez tuvieron padres y estos también los tuvieron y todos han recibido una herencia. Nuestros padres fueron niños un día con padres que también fueron niños. La transmisión familiar arranca de lejos. Hay cosas que se filtran, que pasan de generación en generación dejando huellas en cada individuo. Y no son precisamente los genes los portadores de este tipo de “información”. Hay mensajes que pasan a la descendencia de manera inconsciente y que no dejan de transmitirse a lo largo de los siglos. Puede ser un estilo, una manera de hacer, de pensar, de amar, de interpretar la realidad y de mecanismos de defensa para afrontarla.

La imagen de pareja que formaban nuestros padres tiene también su importancia, el lugar que ocupamos entre ellos, como padres y como pareja, el hueco que nos dejaban y la manera como decidimos ocuparlo o vaciarlo.

Incluso se puede decir que la manera en que ellos nos han amado participa de la manera en que ellos se han amado entre sí y esto nos ha sido transmitido también. Se trata de un modelo parental, un modelo para escoger pareja, una necesidad de trato, de ser amados. Buscamos en la vida adulta la repetición de ese modo en que fuimos amados por primera vez.

Nuestra historia familiar, pues, está inscrita desde hace generaciones y generaciones. De todas estas cosas que se transmiten unas son manifiestas, visibles (los valores, las tradiciones, las maneras, etc.) pero hay otras cosas menos visibles que también se transmiten de generación en generación: se trata de cosas que se transmiten de manera inconsciente a través de las palabras y sus silencios, las actitudes y los contradichos, las negaciones, los actos, los síntomas, las elecciones,  las decisiones, las prohibiciones, los castigos, los besos, las sonrisas, las miradas.

Tenemos tendencia entonces a repetir algunas cosas de nuestros padres, o antepasados, o bien a dirigirnos hacia todo lo contrario, ello dependerá de la manera como les hayamos vivido, si les hemos amado u abominado. Nuestra libertad está muy mermada, a veces escogemos una tendencia política determinada simplemente por llevarle la contraria  nuestro padre, o vestimos de tal modo por sentirnos diferentes a nuestra madre. Otras veces les imitamos. Todo depende del tipo de relación que tengamos con ellos y si nos identificamos con ellos o no, o si les idealizamos, o les repelemos.

Hablando de ideales, nos influye sobremanera lo que la familia proyecta sobre nosotros desde nuestro nacimiento, a modo de ideal. Lo que somos en la actualidad depende, en buena manera, de aquello que nuestros padres habrían querido que fuéramos, a menudo relacionado con lo que ellos hubieran querido ser y no pudieron o no fueron capaces de serlo. O de aquello que nosotros creemos (porque a menudo es pura invención nuestra), que ellos querían que fuéramos, con la finalidad de ser amados por ellos.

Todo esto estorba a nuestra capacidad de ser individuos libres. Existe entonces en nosotros cierta servidumbre del modelo familiar. Nuestra identidad psíquica crece en el paisaje de los llamados “complejos familiares”, término que nos reenvía a la realidad psíquica, efectivamente compleja, que enmascara el término “familia”.

Nuestra neurosis  fluiría entonces de nuestra familia. Podemos hablar de neurosis familiar e incluso de neurosis transgeneracionales. “En mi familia las mujeres siempre han tenido ese tipo de problemas”, o “en mi familia los hombres son muy sensibles”, o “en esta familia es que no salimos de pobres”. Hay personas que tienen la sensación de vivir bajo el peso de una especie de maldición, de un destino ineluctable que se repite de generación en generación.

En realidad, una familia no es ni sana ni enferma sino más o menos estructurante. Hay familias más flexibles y las hay más rígidas a la hora de permitir a los descendientes ser diferentes a ellos. Así mismo, hay padres que no autorizan al niño a  despegarse de ellos para devenir un adulto lo menos dependiente posible.

El proceso que conduce a la autonomía tiene lugar en los sencillos gestos cotidianos. Un pequeño puede estar condicionado por una madre que le pone el abrigo cuando ella tiene frío sin ni siquiera preguntarle a él si tiene frío o calor. Este niño tendrá dificultades para sentir sus propias sensaciones y en el futuro para saber lo que quiere.

Para devenir uno mismo hay que desligarse de eso que los otros han querido que seamos o de eso que hemos creído que querían que fuéramos. Pero desamarrarse de la propia familia no quiere decir rechazarla. Desligarse es desatar los lazos pero no romperlos.

Las relaciones con los padres y las madres, hermanos y hermanas pasan por sentimientos contradictorios. Puede haber resentimiento, antipatía, incluso odio, a la vez que amor, admiración, cordialidad. De todos modos, se suelen atravesar diferentes etapas. Esta dualidad inserta en las neurosis un sentimiento de culpa inconsciente.

Cuando las personas atraviesan una psicoterapia o un psicoanálisis, dan cuenta, en algún momento, de una capacidad nueva para perdonar a sus padres, o entenderlos, ello tras pasar por un aminoramiento de la culpabilidad propia o una capacidad de perdonarse a sí mismo. Esto tiene que ver con la capacidad para sacrificar satisfacciones infantiles que nos atan a ellos, con la capacidad para abandonar fantasmas que nos otorgan una explicación imaginaria  a asuntos inconvenientes o la capacidad para aceptar una nueva posición en el orden familiar.

El sentimiento de culpa, o de deuda, es lo que impide casi siempre desembarazarse de la transmisión familiar y encontrar la libertad suficiente para devenir adulto, independiente.

De esta manera, un trabajo psíquico, personal, puede permitir a un sujeto redimirse de su herencia familiar y así estar sobre aviso con el fin de transmitir a sus propios hijos una herencia, no vamos a decir ni mejor ni peor, pero desde luego liberada de las cadenas de un funesto destino, de fantasmas y de “mal-diciones”.

familia, psicoanálisis

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