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Dificultades del hombre contemporáneo

Muchas son las voces que dicen que la masculinidad está en crisis. El modelo tradicional ha sido destituido y la misma palabra “virilidad” ha devenido antipática, sospechosa de una alianza con el machismo. ¿Qué significa ser hombre hoy?

Asistimos a la demanda cada vez más frecuente de chicos jóvenes que acuden a consulta con angustias relacionadas con la dificultad para instalarse en la vida, ser adultos, trabajar y hacerse respetar por jefes y compañeros, angustia relacionada con el compromiso en una relación de pareja y posicionarse respecto a una mujer, con el miedo a ser padres en un futuro que lo ven como algo incierto y amenazador, para lo cual se confiesan no estar preparados en absoluto. Es como si vagaran por un limbo en el que no consiguieran apostar por un nombre y  acuden a las consultas de psicología con sintomatología varia, siendo la impotencia sexual una de las más habituales.

La vieja consigna dirigida al aspirante a hombre: no llorarás, no te mostrarás débil, serás fuerte, dominante, serás el pater familias, etc., hoy está desapareciendo, o al menos surgen discursos con mucha fuerza que tienden a destituirlo y que se ubican entre los ideales de la sociedad contemporánea. Se trata hoy de destronar versiones que están relacionadas con el patriarcado, fundamentado en un poder masculino que para sostenerse necesitaba apartar a las mujeres de la vida pública, política, laboral, coartando en ellas la libertad de palabra, elección y acción.

Pero hoy las mujeres ocupan esos lugares antes vedados para ellas, en el mundo laboral y político, en la economía, la empresa y el terreno intelectual, los deportes, la ciencia, el arte, etc. Compiten con los hombres y han demostrado eficacia al realizar cualquier tarea.

En el polo más radical de la lucha por la igualdad existe una tendencia a la supresión total de las diferencias entre hombres y mujeres, una predisposición incluso a la negación de las diferencias sexuales. Pero no hay que confundir la igualdad en derechos civiles con igualdad sexual ya que la diferencia sexual radica en su esencia en los modos diferentes de gozar.

De hecho, como contrapartida a esta tendencia a la homogeneidad, surgen fuertes reivindicaciones que llevan implícita justamente la diferencia sexual: “yo soy un hombre”, o “yo soy una mujer”. Brota con fuerza la defensa de la identidad sexual, subjetiva, del sujeto, como algo independiente de la anatomía con la que se haya nacido, e independiente de los roles asignados en su educación. Parece que cuanto más se pretenda borrar la diferencia sexual más fructífera resulta esta.

Como si estuvieran estos sujetos muy seguros de que son una cosa y no otra: “soy un hombre y tengo muy claro que no soy una mujer”, o “soy una mujer y estoy segura de que no soy un hombre”. Es decir, que la esencia de qué es ser mujer o qué es ser hombre estaría en principio bien definida y diferenciada en el psiquismo de estos sujetos.

Frente a este binarismo sexual al que se adhiere la mayoría de las personas, ha florecido toda una gama de identidades de género que reivindican un reconocimiento, lista que se podría extender hasta el infinito ya que son fruto de las diferentes subjetividades de las personas y que testimonian de que hay tantos modos de gozar como sujetos haya en el mundo.

Una Ley reciente se ha escrito justamente para proteger al sujeto y a su identidad sexual.

Parece lógico que lo masculino se diferencie de lo femenino para encontrar su esencia y que igualmente lo femenino encuentre su razón de ser como algo diferente de lo masculino.

Una de las características de la psicología de aquellos sujetos identificados con el género masculino, es la necesidad de certeza, de seguridad, de que haya límites claros entre las cosas, incluidos los límites entre ser hombre o mujer para poder obtener una identidad sexual. Los hombres necesitan estar seguros de no ser mujeres, de tener instrumentos que les diferencie de ellas, de asumir un discurso que simplemente les facilite la instalación en una identidad. Y esto es lo que se tiende a tachar hoy. Para la construcción de una identidad se necesita a la sociedad, el reconocimiento del otro, el discurso asociado, las palabras, el nombramiento.

Hay una destitución del modelo de masculinidad tradicional, sí, pero ¿quiere eso decir que se destituye la masculinidad? El asunto en cuestión es que no se ha creado un nuevo patrón. No parece que haya consignas en los ideales modernos para saber si uno es hombre, muy hombre o poco hombre. La sociedad actual, a diferencia del antiguo modelo patriarcal, no aporta una definición de lo que es ser un hombre. Incluso es políticamente incorrecto hablar de ello porque enseguida adquiere matices susceptibles de machismo.

Al sujeto masculino le gusta medir, cuantificar y complacerse en el alivio de que todo tenga un nombre. A duras penas soporta la incertidumbre.  Ya no hay recursos para medir la virilidad e incluso surge un sentimiento de culpa de solo pensar en estos temas. Como si la virilidad fuera en sí misma, por su naturaleza, capaz de dañar a las mujeres.

¿Es pertinente hacerse la pregunta de si la masculinidad es un concepto que está desapareciendo? ¿A qué nos referimos hoy cuando hablamos de masculinidad? ¿Qué es ser hombre hoy si ya no hay consignas para definirlo? Es cierto que crece la queja entre las mujeres de que ya no hay hombres. ¿Los hombres han desaparecido? Es evidente que no podemos afirmar eso.

Y hay hombres que están tan a gusto con las novedades. Es un alivio indiscutible no tener ya que demostrar ser tan fuerte, ni tan inteligente, gracioso o eficiente para ser respetado en sociedad, o para atraer a las mujeres. Es un alivio no tener que cargar con tanta responsabilidad, la de ostentar el poder. O tener que asumir el compromiso de mantener uno solo a la familia. Ahora los hombres lloran, pueden hablar de sus dificultades, pueden cometer errores y en este sentido se angustian menos. No hay una frontera clara en cuanto a roles sociales para hombres y mujeres. Muchos hombres disfrutan de poder ejercer las tareas destinadas antes a las mujeres, como la crianza de los hijos. Hoy los hombres reparten las tareas domésticas con las mujeres y esto no significa que hayan perdido su virilidad. Y no son desestimados por ello. ¡Al contrario!

Entonces quizás podemos ver las cosas de una manera no tan trágica. Es decir, no es que la masculinidad haya desaparecido sino que se están construyendo nuevas masculinidades.

Habrá que tomar lo masculino como algo no tan definido como antes sino abierto a posibilidades subjetivas, no tan diferenciado en cuanto a los roles de las mujeres, o a la sensibilidad femenina, lo que nos lleva a la necesidad de descubrir a los hombres uno por uno.

Los hombres ya no son todos iguales. Ha desaparecido el universal masculino. Se ha esfumado el paradigma de la masculinidad para abrirse a múltiples posibilidades. Aunque para muchos esta indefinición sea en la actualidad todo un problema que genera mucha angustia y defensas contra la angustia como puede ser el consumo de sustancias (incluidos los medicamentos psicotrópicos), ludopatía,  actos temerarios, violencia, celos obsesivos, u otras manifestaciones ligadas a la inhibición, la pasividad, la inadaptación, el aislamiento.

¿Haría falta quizás discursos más sólidos destinados a paliar la incertidumbre por falta de nominación? Es importante que la sociedad fabrique referentes simbólicos que garanticen la identidad. Quizás repercutiría en un descenso de esa violencia llamada de género que nos deja perplejos y que parece que se burle de las diferentes medidas políticas que se traten de aplicar.

¿Va a desaparecer la diferencia conceptual masculinidad y feminidad? Parece algo impensable. No, no van a desaparecer. El binarismo radical es cuestionado, se está aparcando como una entidad teórica, imaginaria, ideal, que ha sido arañada por la realidad de la sexualidad humana que es ambigua, mudable, impredecible, que solamente se somete a definiciones y clasificaciones para poder salir de ellas a continuación. La diferencia está en suspense, se está reconstruyendo, como ha ocurrido otras veces en la historia. El desafío actual es la construcción de una nueva masculinidad y de una nueva feminidad.

Otra de las paradojas es que a la par que a los hombres se les deja de imponer ideales de fortaleza y poder, por otro lado reina una exigencia generalizada de éxito. Estamos en la cultura del éxito. Si bien ya no está destinado solo a los hombres sino a hombres y mujeres por igual, debido precisamente a ese borrado de las diferencias, este mensaje resuena en ellos con ambigüedad y quizás tenga algo que ver con el malestar psíquico masculino actual, esa sensación de impotencia, de fracaso, de incertidumbre, la angustia y las obsesiones. No saber cómo hay que hacer las cosas, cómo relacionarse con una mujer, cómo ocupar un lugar en el grupo, con qué identidad caminar por la vida.

Entre las nuevas posiciones subjetivas encontramos la creciente demanda de amor en hombres. Esta demanda antes, en el siglo pasado, era típicamente femenina. Ahora es universal. Asistimos a una creciente queja de falta de amor por parte de figuras masculinas. Y a menudo se refieren a falta de amor en su relación de pareja, falta de amor por parte de sus compañeras femeninas. Como si la renuncia a la ostentación fálica requiriera del paliativo de grandes dosis de amor para suplementarlo. Como si la alternativa a la carencia de significantes, de consignas, hubiera de estar embadurnada de amor para poderla digerir. No es mala salida, la entrada en el amor.

Como decíamos, crece la sensación de impotencia. Impotencia sexual, impotencia laboral, impotencia social. La sensación de “no poder”, de no dar la talla. ¿Pero qué talla? Si siempre tuvieron los hombres dificultades para dar la talla, ahora el problema es más complejo ya que no hay parámetros, no hay instrumentos de medida para cuantificar el grado de valía asociada a la masculinidad porque la sociedad ha dejado de exigir en el hombre la potencia, o al menos no tanta como antes. ¿Ya no tienen que demostrar nada? Pero los hombres continúan sintiéndose instados a hacer demostraciones. Lo que pasa es que ya no saben qué tienen que demostrar. Qué se espera de ellos, como trabajadores, como partenaires sexuales, como padres. Parece que tengan que estar continuamente dando cuenta de algo incierto.

Los hombres siguen estando confrontados con la posibilidad de su impotencia. Es un clásico. Siguen experimentando inhibiciones por el miedo a perder o a hacer el ridículo, a no dar la talla. Se siguen midiendo unos con otros. Para defenderse del miedo al fracaso a menudo sujetos se sumen en pasividad.

Los hay que intentan mejorar en el perfeccionamiento de sus capacidades pero ignoran que cuanto más rebuscan sobresalir más se ven desafiados por la posibilidad de la impotencia. Muchos siguen imaginando que se espera todo de ellos, que hay que darlo todo y perfecto, que hay que triunfar en cualquier empresa.

Mejor les iría si aceptaran dar luz a cierto grado de impotencia, eso que está ahí como algo posible, como la sombra de una realidad que temen. Lo tienen más fácil ahora que la sociedad es más benévola y les da derecho a equivocarse, a tener miedo, etc.

Existe, de todos modos, algo estructural en los hombres que no parece muy modelable por los ideales de una época. Siguen necesitando lucirse, competir con otros, tener razón, sobresalir, demostrar que se vale, que se tiene algo válido, reconocible, y medible para poder ganar en una competición. No quieren competir con mujeres, compiten con otros hombres. Porque lo que está en juego no es tanto la cantidad de goles que se marquen, o el número de euros que se tenga. Los hombres quieren competir con otros hombres para obtener algún significante de la ganancia porque de lo que se trata es de un lucimiento fálico. Y esto es un asunto simbólico.

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